Un concordato es un convenio entre la Iglesia Católica y un Estado con el fin de regular las relaciones entre ambos poderes. En este artículo nos acercaremos al Concordato de 1953 entre la Iglesia y el Estado español, ya que es importante para conocer, tanto aspectos del régimen franquista, como de la propia Iglesia.
El último concordato firmado lo había sido en 1851 en plena Década Moderada en el reinado de Isabel II. Su vigencia fue interrumpida durante el Sexenio Democrático y en la II República. Al terminar la guerra civil, el nuevo régimen volvió a reconoció su vigencia pero era evidente que las circunstancias habían cambiado que se hacía necesaria una revisión o un nuevo concordato. Las negociaciones fueron muy largas, trabajosas y difíciles. Aunque el Vaticano había reconocido al nuevo Estado, Roma era consciente de las dificultades internacionales del régimen franquista. Además, a pesar del encendido catolicismo proclamado desde la España oficial había elementos de signo fascista que inquietaban a la Santa Sede.
Se estableció una especie de solución provisional con la firma de un acuerdo el 7 de junio de 1941, aunque prefiguraba, en gran medida, la parte sustancial del futuro concordato: plena libertad y privilegios enormes para la Iglesia a cambio de que el jefe del Estado conservara el privilegio de seguir presentando los obispos, con el fin de contar con una jerarquía afecta al franquismo. Del anterior concordato se recogían, también dos aspectos fundamentales: confesionalidad del Estado y la negación de la libertad religiosa.
Cuando en 1950 la situación internacional del régimen franquista comenzó a mejorar en el contexto de la guerra fría y era evidente que Franco se consolidaba en el poder, la Santa Sede pensó que era el momento de plantear la aprobación de un nuevo concordato. No fue una mera coincidencia que, al mismo tiempo, se firmara el acuerdo hispano-norteamericano sobre las bases militares.
Las negociaciones sobre el nuevo concordato fueron llevadas por Martín Artajo, como ministro de asuntos exteriores, Fernández Cuesta desde su cartera en justicia y por Ruiz Giménez, embajador ante la Santa Sede. En abril de 1951 fue entregado a Pío XII el anteproyecto español. La firma tardó en llegar, ya que no se dio hasta el 27 de agosto de 1953.
El concordato consta de 36 artículos. Comienza declarando a la religión católica como la “única de la Nación española, y gozará de los derechos y prerrogativas que le corresponden en conformidad con la ley divina y el derecho canónico”. La Iglesia Católica es reconocida como sociedad perfecta y se le garantiza el pleno derecho de su jurisdicción. Los eclesiásticos no estarían obligados a ejercer cargos públicos pero, en el caso de asumirlos, necesitarían licencia de sus superiores. También estarían exentos del servicio militar. Las causas civiles en las que se viesen implicados miembros de la Iglesia serían sustanciadas en los tribunales civiles, pero en las causas criminales era necesaria una autorización del ordinario del lugar. La privación de libertad a las que se le podía condenar a un eclesiástico debía cumplirse en un establecimiento o lugar distinto, siendo preferible casas religiosas.
El concordato preveía la constitución del patrimonio de la Iglesia, sin mayores especificaciones, aunque el Estado debía indemnizar a la Iglesia por las desamortizaciones del pasado y por la contribución de la misma a la nación, por lo que tendría derecho a una dotación adecuada. Además,se preveían ayudas estatales para la construcción y conservación de los templos, misiones y obras asistenciales.
El matrimonio canónico era reconocido con efecto civil. Los tribunales eclesiásticos tendrían la competencia exclusiva en las causas de separación y nulidad matrimonial.
La Iglesia Católica veía reconocidos amplios derechos en materia educativa: obligatoriedad de la enseñanza religiosa en todos los centros y grados, derecho a ejercer la vigilancia de esta enseñanza, pudiendo exigir la prohibición de libros y material escolar que fueran considerados contrarios al dogma y moral católicas.
En contrapartida a esta serie de privilegios, la Iglesia reconocía el derecho del jefe del estado a proponer los arzobispos y obispos. Curiosamente, en el concordato no aparecen los obispos auxiliares. Esta omisión, seguramente deliberada, fue empleada por Roma como excusa, posteriormente, para intentar esquivar esta concesión.
A pesar de que este concordato fue presentado por la propaganda oficial como el más perfecto no pudo cumplirse en su totalidad dado lo exorbitado de su contenido. No era el concordato perfecto porque no podía servir de modelo para otros países, especialmente si eran democráticos, ni satisfacía a los propios firmantes. La Santa Sede siempre quiso esquivar el privilegio de Franco a través del nombramiento de obispos auxiliares para las sedes vacantes. El franquismo contempló esta decisión como una estafa, ya que podían ser nombrados obispos que no fueran suficientemente afectos al régimen.
Por fin, el giro que el Concilio Vaticano II dio a la Iglesia, especialmente en la cuestión de la libertad religiosa, demostró que el concordato de 1953 era de otra época, estaba muy desfasado y no tenía un claro consenso social dentro del catolicismo y no sólo fuera de España sino en el propio seno de la Iglesia español. En algún momento se pensó en reformarlo pero nada se hizo. Sin ser formalmente denunciado, dejó de existir al llegar la democracia a España.
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