lunes, 1 de abril de 2013

Las caras del franquismo


Las caras del franquismo

Ismael Saz Campos


Pensado en un principio como una reedición «corregida y muy ampliada» de mi anterior Fascismo y franquismo, el presente volumen se ha convertido al final en una continuación de aquél, constituida por una serie de aportaciones, todas ellas posteriores a 2004, que recogen nuevas perspectivas, nuevos enfoques y nuevas investigaciones.
Volumen «nuevo», por tanto, pero también continuación y desarrollo del anterior. De hecho, pueden retenerse, como punto de partida del presente libro, dos de los capítulos del anterior, el relativo a la historiografía sobre el fascismo —«Repensar el fascismo»— y el que recogía la primera caracterización del franquismo, allá por 1994, como dictadura fascistizada —«¿Régimen autoritario o dictadura fascista?».
En el primero de estos trabajos, hacíamos un balance de la evolución de los estudios sobre el fascismo hasta 1996 que, con esa cronología, seguimos considerando sustancialmente válido. Se apuntaba ahí, la crisis de las grandes teorías sobre el fascismo —las marxistas, las liberales y del totalitarismo, y las de la modernización— para incidir en el modo en que el desarrollo de las investigaciones había terminado por minar algunos de sus fundamento esenciales. Más en concreto, subrayábamos que en todos ellas terminaba por desconocerse el sujeto fascista, que perdía protagonismo frente a las élites, tradicionales, capitalistas o «totalitarias», las masas sin rostro, las escalas de la «modernización» o las fases del capitalismo. Alternativamente, se constataba que mucho había tenido que ver en este auténtico proceso de «demolición», el redescubrimiento, precisamente, del sujeto fascista, de la cultura e ideología fascistas, de las masas con rostro. Incluso se llegaba a apuntar la emergencia de un elemento fuerte de consenso entre los historiadores en torno a la centralidad de la ideología para el conocimiento del fascismo, de todos los fascismos; y se subrayaba la contribución de Detlev Peukert al inscribir al fascismo en la crisis de la modernidad, si bien fuera para mostrar las peor de sus caras.
Muchas de estas cuestiones han sido desarrolladas, de forma harto más elaborada, entre otros, por Rogger Griffin. Con todo, hay un aspecto en el que la cuestión permanecía, y sigue permaneciendo, abierta. Tal es, que, restituida la centralidad del sujeto fascista, del movimiento, la cultura y la ideología fascista, quedaba por «explicar» el modo en que éste se articulaba con las dinámicas y las prácticas, en particular en el terreno, ya, del ejercicio del poder. Como se sabe, tal cuestión está en buena parte en el centro de los debates actuales; especialmente en aquellos análisis —Paxton y Mann, son aquí los grandes referentes— que critican el «culturalismo» y aún esencialismo y «estaticismo» de las aproximaciones que centran el estudio del fascismo en su cultura y/o ideología. En el artículo nuestro que venimos comentando, apuntábamos la necesidad de completar —en la línea de los llamados estructuralistas o funcionalistas alemanes— la aproximación al sujeto fascista con la constatación de la existencia en los regímenes fascistas de otros «portadores de poder», en el marco de lo que se ha llamado «alianza contrarrevolucionaria», «coalición reaccionaria», o en la clarividente caracterización de Philippe Burrin, «compromiso autoritario». Pero se trataba en última instancia de una propuesta ecléctica, que «sumaba» dos enfoques, sin por ello llegar a articularlos de un modo por completo satisfactorio. Habíamos recuperado un sujeto, el fascista, pero a costa de dejar un tanto en la penumbra a los otros: élites tradicionales, mundo de los negocios, ejércitos, iglesias, burocracias… etc.
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